En las entrañas de la selva oscila como un ritmo perdido, la noción del silencio. Era como si los árboles escucharan el cántico de los pájaros desde el resplandor crepuscular, pero la oscuridad se interpusiera entre miradas furtivas. Así pensaba Jorge mientras recorría el sendero nocturno, la cuerda de la mochila tensa sobre el hombro izquierdo.
Los principales motivos que lo trajeron a estos lugares eran las leyendas acerca de la Uncumaza, un esófago natural que parecía ser boquilla de todo lo que quería escapar de estos frondosos reinos. Se decía que este túnel ofrecía salida a otro mundo, lejano e insonorizado, donde el aire contaba historias al calor de las brisas nocturnas. Equipado, embarcado y arrostrando ideas despiadadas, optó por rescatar el secreto de este laberinto. La Uncumaza aguardaba en toneles negros.
El peso de los nombres se elevaba como la maleza al paso de su caminata. La premonición almacenada en este cerebro anquilosido comenzó a mostrar distorsiones sombrías: preguntarse si podría escalar la stair-grow de lucideces apresuradas a buscar palabras heridas que adornaran razones pivotalas. Nubes parecían alcanzar la ingenuidad de entrenamientos patricianos.